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sábado, 7 de noviembre de 2015

ESA PENA DE ESCORIA. (CHARLES BUKOWSKI)


El poeta Víctor Valoff no era un gran poeta. Tenía reputación local, les gustaba a las señoras y su mujer le mantenía. Siempre estaba dando lecturas en las librerías locales y a menudo se le oía en la radio estatal. Leía con voz sonora y espectacular, pero el tono nunca variaba. Víctor siempre estaba en trance. Supongo que era eso lo que atraía a las damas. Algunos de sus versos, por separado, parecían tener alma, pero si los considerabas todos como un conjunto, te dabas cuenta de que Víctor nunca decía nada, aunque lo dijera a gritos.

Pero Vicki, como la mayoría de las señoras, se dejaba deslumbrar fácilmente por los cretinos e insistió en ir a una lectura de Valoff. Era un viernes por la noche y hacía bastante calor en la librería feminista-lesbiana-revolucionaria. No cobraban entrada. Valoff leía gratis. Y además habría una exposición de ilustraciones suyas después de la lectura. Sus ilustraciones eran muy modernas. Un toque o dos, normalmente en rojo, y un pequeño epigrama en un color que hiciese contraste. Las muestras de su sabiduría eran de este calibre: Me afecta mucho el cielo verde, lloro azul, azur, azul, azur, azul...
Valoff era inteligente. Sabía que azul podía nombrarse de dos modos.



Había por allí fotos de Tim Leary. Carteles de PROCESEMOS A REAGAN. A mí me dejaban indiferente los carteles de PROCESEMOS A REAGAN. Valoff se levantó y caminó hasta el podium, con media botella de cerveza en la mano.
—Mira —dijo Vicki—, mira qué cara. ¡Cómo tiene que haber sufrido!
—Sí —dije—, y ahora me toca a mí sufrir.
Valoff tenía un rostro bastante interesante..., comparado con la mayoría de los poetas. Pero,
comparado con la mayoría de los poetas, casi todo el mundo lo tiene.
Victor Valoff comenzó:

«Al este del Suez de mi corazón
comienza un zumbar zumbar zumbar
silencio sombrío, sombra silenciosa
y de pronto llega el verano
viene directamente como un
defensa driblando hasta llegar a la meta
de mi corazón.»

Víctor gritó el último verso y, mientras lo hacía, alguien cerca de mí dijo:«¡Maravilloso!» Era una poetisa feminista local que se había cansado de los negros y se tiraba a un doberman en su dormitorio. Era pelirroja, con trenzas, ojos apagados, y tocaba la mandolina mientras leía su obra. Casi toda su obra se refería a algo relacionado con la huella de un bebé muerto en la arena. Estaba casada con un médico que no se dejaba ver (al menos tenía el buen sentido de no asistir a lecturas de poesía). Este doctor le pasaba una cantidad generosa para subvencionar su poesía y alimentar al doberman.
Valoff continuó:

«Dique y duque y día derivado
fermentan tras mi frente
del modo más implacable
oh sí, del modo más implacable.
Avanzo dando tumbos a través de la luz y las tinieblas...»
—En eso le doy la razón, mira —le dije a Vicki. —Cállate, por favor —contestó.
«Con un millar de pistolas y un millar de esperanzas irrumpo en el porche de mi mente para asesinar
a un millar de papas.»
Busqué mi mediana de cerveza, la destapé y bebí un buen trago.
—Oye —dijo Vicki—, siempre te emborrachas durante las lecturas. ¿Es que no puedes dominarte,
hombre?
—Me emborracho con mis propias lecturas —dije—. Tampoco puedo soportar mi obra.
—Caridad engomada —continuaba Valoff—, eso es lo que somos, caridad engomada engomada
engomada engomada caridad...

—Ahora dirá algo de un cuervo —dije.
—Engomada caridad —continuó Valoff— y el cuervo para siempre...
Se me escapó la risa. Valoff la reconoció. Me miró.
—Señoras y señores —dijo—, esta noche tenemos entre nosotros al poeta Henry Chinaski.
Se oyeron bisbiseos. Me conocían. «¡Cerdo sexista!» «¡Borracho!» «¡Hijo de puta!»
Eché otro trago.
—Continúa, por favor, Victor —dije.
Continuó.

... condicionada bajo la joroba del valor
el sintético rectángulo inminente y trivial
no es más que un gene en Genova
un cuadrúpleto Quetzalcoatl
y la china llora llora agridulce y bárbara
en su manguito.

—Es maravilloso —dijo Vicki—, pero ¿de qué está hablando?
—Habla de amorrarse al pilón.
—Ya me parecía a mí. Es un hombre maravilloso.
—Espero que se amorre al pilón mejor que escribe.

Pena, Dios santo, pena mía,
esa pena de escoria,
barras y estrellas de pena,
cataratas de pena,
mareas de pena,
pena a destajo
por todas partes...
—Esa pena de escoria —dije—. Me gusta eso. —¿Ha dejado ya de hablar de amorrarse al pilón?
—Sí, ahora dice que no se encuentra bien.
... una docena de panadería, primo de un primo admite la estrectomicina
y, propicio, devora mi
gonfalón.
Sueño el plasma de carnaval
a través de frenético cuero...»

—¿Y qué dice ahora? —preguntó Vicki.
—Dice que ya está en condiciones de volver a amorrarse al pilón.
—¿Otra vez?

Victor leyó algo más y bebió algo más. Luego, pidió un descanso de diez minutos y el público se levantó y se amontonó alrededor del podium. Vicki se acercó también. Hacía calor allí dentro y salí a la calle a tomar el fresco. Había un bar a media manzana. Pedí una cerveza. No había demasiada gente. En la tele, daban un partido de baloncesto. Estuve viéndolo. Me daba igual quien ganase, claro. Mi único pensamiento era, Dios santo, cómo corrían aquellos tipos de un lado a otro, de un lado a otro. Deben de tener los suspensorios empapados de sudor. Y el ojo del culo debe de olerles a rayos. Tomé otra cerveza y volví a la guarida de la poesía. Valoff había empezado otra vez. Se le oía desde la calle, a media manzana de distancia.

«Choke, Columbia, y los caballos muertos de
mi alma
me saludan a las puertas
me saludan durmiendo, historiadores
ven este tiernísimo pasado
que salta con
sueños de geisha, traspasado del todo de
impertinencia.»
Encontré libre mi asiento junto a Vicki.
—¿Qué dice ahora? —me preguntó.
—No dice gran cosa, en realidad. Lo que dice en esencia es que no puede dormir por las

noches. Debería buscarse un trabajo.
—¿Dice que debería buscarse un trabajo?
—No, eso lo digo yo.

«... el lemming y la estrella fugaz son
hermanos, la disputa del lago
es El Dorado de mi
corazón. Ven toma mi cabeza, ven toma mis
ojos, zúrrame con consuelda...»

—¿Y ahora qué dice?
—Dice que necesita una mujer gorda y grande que le dé marcha.
—No seas ganso. ¿De verdad dice eso? —Los dos lo decimos.

«... podría devorar el vacío,
podría disparar cartuchos de amor en la oscuridad
podría mendigar toda una India por tu regresivo estiércol...»
En fin, Victor siguió y siguió y siguió. Una persona cuerda se levantó y se fue. Los demás nos quedamos.

«... digo, arrastra los dioses muertos a través del
garranchuelo.
Digo la palma es lucrativa,
digo, mira mira mira
a nuestro alrededor:
todo amor es nuestro
toda vida es nuestra
el sol es nuestro perro al extremo de una correa
nada hay que pueda derrotarnos
a la mierda el salmón
no tenemos más que estirar la mano
no tenemos más que arrastrarnos y salir de
sepulcros evidentes,
la tierra, el barro,
la esperanza en tartán de acechantes injertos a nuestros propios
sentidos. Nada tenemos que tomar y nada que
dar, no tenemos más que
empezar, empezar, empezar...»
—Muchísimas gracias —dijo Victor Valoff—, por haber venido.

El aplauso fue muy ruidoso. Siempre aplaudían. Victor estaba esplendoroso en su gloria. Alzó la misma botella de cerveza. Logró incluso ruborizarse. Luego, sonrió, una sonrisa muy humana. A las damas les encantó. Bebí un último trago de mi botella de whisky.
Todos le rodearon. Les daba autógrafos y contestaba sus preguntas. A continuación, sería la

exposición de sus obras de arte. Conseguí sacar a Vicki de allí y subimos la calle hacia el coche.
—Lee con gran vigor —dijo ella.
—Sí, tiene buena voz.
—¿Qué te parece su obra?
—Muy fina.
—Creo que le tienes envidia.
—Entremos aquí a beber algo —dije—. Retransmiten un partido de baloncesto.
—Bueno —dijo ella.
Tuvimos suerte. El partido no había terminado. Nos sentamos.
—Caramba —dijo Vicki—, ¡mira qué piernas tan largas tienen esos tipos!
—Bueno, ahora te escucho —dije—. ¿Qué vas a tomar?
—Whisky con soda.

Pedí dos whiskies con soda y vimos el partido. Aquellos tipos corriendo de un lado a otro, sin parar. Maravilloso. Parecían muy emocionados por algo; no había mucha gente en el local. Fue lo mejor de la noche.

domingo, 1 de noviembre de 2015

IRRACIONAL AMOR



Irracional amor,

tonto amor.

Tocas mi puerta

y no respondo.

La tocas de nuevo,

me entrego a ti.

Y como la arena seca

me ensucias con tu maldita piel.

Pero llega el invierno,

y del cielo del cual murmurabas,

ahora caen gotas de sudor.

De ti,

entonces,

maldita arena,

nacen los pétalos

que forman el sol de mi existencia.

Irracional amor,

tonto amor.

Me llenas,

me enjugas,

me golpeas,

me haces vivir.
 

jueves, 29 de octubre de 2015

CEMENTERIO


 
El sudor se paseaba por mi frente y parecía que el sol se empeñaba en amargar mí ya amargada existencia. Aquel bus en el que me transportaba era un horno por dentro. Sí, eso, un maldito horno. En él iban solo unos cuantos estudiantes universitarios también empapados en sudor. Nuestra compañía ese mediodía era el sol, el sudor y un grajo con olor a cebolla que parecía disfrutar del viaje. Afortunadamente yo no iría muy lejos. Solo eran quince minutos hasta el trabajo de mi novia en una reconocida Universidad.
-Ya puedes salir. Voy llegando.- Le dije por teléfono a ella. Su oficina estaba en el lugar más alejado de la Universidad, y con el sol yo no me la llevaba bien, ni el conmigo, manteníamos una relación distante y cordial así que yo no tenía la mas mínima intención de caminar largas distancias.
-Ok patrón.
-Este sol hoy amaneció amargado.
-No seas niña.
Cinco minutos después me baje de aquel infierno y me dirigí hacia la única sombra en kilómetros; bajo un árbol al lado de un cementerio. Solo deseaba que me recogieran pronto. Los cementerios me producen el mismo terror de día que de noche. Aquel cementerio era algo abandonado. Pero a los muertos le daba igual. Me detuve a ver las flores. Era evidente que hace mucho no eran reemplazadas. Pero a las tumbas eso les daba igual. A lo lejos se veía acercarse una figura. La única figura humana aquella hora. Así que dude si estaba viva o era un muerto más buscando cambiar las flores que su familia ignoro. Se detuvo frente a una tumba, al lado de un árbol seco. Se persigno. Y empezó a hablar. Solo veía mover sus labios de manera desordenada. Los movía sin parar. Tal vez le daba igual hacerlo así porque era consciente que nadie le escuchaba. Era un anciano con ropa elegante. Se agacho y con sus manos limpio aquella tumba. Aun yo dudaba si era su propia tumba, o la de su inerte amada. Al cabo de dos minutos se marchó. A lo lejos lo vi subirse a su automóvil. Los muertos no manejan, así que comprendí que la tumba no era suya. Una esposa, un hijo, una madre, un amigo que le debía dinero y fue a insultarlo. No lo sé. Aquel viejo veía tan pronto su muerte que la visitaba para acostumbrarse a su eterna compañía. Al rato llego mi novia.
-¿Por qué tan pensativo?- Preguntó mientras veía a través de la ventana del automóvil.
-Si el sol se muriera. Creo que no visitaría su tumba.
-No seas niña.

sábado, 24 de octubre de 2015

Instrucciones para subir una escalera (CORTAZAR)




Nadie habrá dejado de observar que con frecuencia el suelo se pliega de manera tal que una parte sube en ángulo recto con el plano del suelo, y luego la parte siguiente se coloca paralela a este plano, para dar paso a una nueva perpendicular, conducta que se repite en espiral o en línea quebrada hasta alturas sumamente variables. Agachándose y poniendo la mano izquierda en una de las partes verticales, y la derecha en la horizontal correspondiente, se está en posesión momentánea de un peldaño o escalón. Cada uno de estos peldaños, formados como se ve por dos elementos, se sitúa un tanto más arriba y adelante que el anterior, principio que da sentido a la escalera, ya que cualquiera otra combinación producirá formas quizá más bellas o pintorescas, pero incapaces de trasladar de una planta baja a un primer piso.

Las escaleras se suben de frente, pues hacia atrás o de costado resultan particularmente incómodas. La actitud natural consiste en mantenerse de pie, los brazos colgando sin esfuerzo, la cabeza erguida aunque no tanto que los ojos dejen de ver los peldaños inmediatamente superiores al que se pisa, y respirando lenta y regularmente. Para subir una escalera se comienza por levantar esa parte del cuerpo situada a la derecha abajo, envuelta casi siempre en cuero o gamuza, y que salvo excepciones cabe exactamente en el escalón. Puesta en el primer peldaño dicha parte, que para abreviar llamaremos pie, se recoge la parte equivalente de la izquierda (también llamada pie, pero que no ha de confundirse con el pie antes citado), y llevándola a la altura del pie, se le hace seguir hasta colocarla en el segundo peldaño, con lo cual en éste descansará el pie, y en el primero descansará el pie. (Los primeros peldaños son siempre los más difíciles, hasta adquirir la coordinación necesaria. La coincidencia de nombre entre el pie y el pie hace difícil la explicación. Cuídese especialmente de no levantar al mismo tiempo el pie y el pie).

Llegado en esta forma al segundo peldaño, basta repetir alternadamente los movimientos hasta encontrarse con el final de la escalera. Se sale de ella fácilmente, con un ligero golpe de talón que la fija en su sitio, del que no se moverá hasta el momento del descenso.
FIN

domingo, 18 de octubre de 2015

DESEO


 

Deseo el olor a café habitando como perro fiel en mi cocina, el gratuito espectáculo de la luna, el tesoro del pirata, comerme fritos a “Los 3 cerditos”, escupirle en las ojeras al presidente, no pagar el bus, subir el Everest en escalera eléctrica, cachetear a Maradona, montar a caballo, que los perros hablen, que tu amor sea solo mío, que mi colchón tenga brazos, que los pájaros no me despierten temprano, que no me salgan pelos en el trasero, que el mar se desquite, que Pavarotti resucite, que Bukowski también, que la vejez me trate bien, que los gases de los demás huelan a flores, que la viuda robe los secos huesos de su inerte amado, que la pizza adelgace, que las letras nunca mueran, que el sol descanse de tanto trabajo, que el campesino gobierne, pero sobretodo, te deseo a ti.

 
Soy Plauto.

sábado, 17 de octubre de 2015

POEMAS


IRRACIONAL AMOR

Irracional amor,

tonto amor.

Tocas mi puerta

y no respondo.

La tocas de nuevo,

me entrego a ti.

Y como la arena seca

me ensucias con tu maldita piel.

Pero llega el invierno,

y del cielo del cual murmurabas,

ahora caen gotas de sudor.

De ti,

entonces,

maldita arena,

nacen los pétalos

que forman el sol de mi existencia.

Irracional amor,

tonto amor.

Me llenas,

me enjugas,

me golpeas,

me haces vivir.

 

DULCE ETERNIDAD.

Guerras interiores

Que el corazón

Y el norte

Se empeñan en desatar.

La veo

Y suspiro.

La contemplo

Y no lo creo.

La toco

Y me conmociono.

La acaricio

Y no lo creo.

La beso

Y vuelo.

Alto.

Muy alto.

La beso

Y no lo creo.

Estar a su lado,

Entonces,

Se convirtió en mi vida.

En más que mi vida.

En mi dulce eternidad.



Soy Plauto.

viernes, 16 de octubre de 2015

CUENTOS/RELATOS

CEMENTERIO

El sudor se paseaba por mi frente y parecía que el sol se empeñaba en amargar mí ya amargada existencia. Aquel bus en el que me transportaba era un horno por dentro. Sí, eso, un maldito horno. En él iban solo unos cuantos estudiantes universitarios también empapados en sudor. Nuestra compañía ese mediodía era el sol, el sudor y un grajo con olor a cebolla que parecía disfrutar del viaje. Afortunadamente yo no iría muy lejos. Solo eran quince minutos hasta el trabajo de mi novia en una reconocida Universidad.

-Ya puedes salir. Voy llegando.- Le dije por teléfono a ella. Su oficina estaba en el lugar más alejado de la Universidad, y con el sol yo no me la llevaba bien, ni el conmigo, manteníamos una relación distante y cordial así que yo no tenía la mas mínima intención de caminar largas distancias.

-Ok patrón.

-Este sol hoy amaneció amargado.

-No seas niña.

Cinco minutos después me baje de aquel infierno y me dirigí hacia la única sombra en kilómetros; bajo un árbol al lado de un cementerio. Solo deseaba que me recogieran pronto. Los cementerios me producen el mismo terror de día que de noche. Aquel cementerio era algo abandonado. Pero a los muertos le daba igual. Me detuve a ver las flores. Era evidente que hace mucho no eran reemplazadas. Pero a las tumbas eso les daba igual. A lo lejos se veía acercarse una figura. La única figura humana aquella hora. Así que dude si estaba viva o era un muerto más buscando cambiar las flores que su familia ignoro. Se detuvo frente a una tumba, al lado de un árbol seco. Se persigno. Y empezó a hablar. Solo veía mover sus labios de manera desordenada. Los movía sin parar. Tal vez le daba igual hacerlo así porque era consciente que nadie le escuchaba. Era un anciano con ropa elegante. Se agacho y con sus manos limpio aquella tumba. Aun yo dudaba si era su propia tumba, o la de su inerte amada. Al cabo de dos minutos se marchó. A lo lejos lo vi subirse a su automóvil. Los muertos no manejan, así que comprendí que la tumba no era suya. Una esposa, un hijo, una madre, un amigo que le debía dinero y fue a insultarlo. No lo sé. Aquel viejo veía tan pronto su muerte que la visitaba para acostumbrarse a su eterna compañía. Al rato llego mi novia.

-¿Por qué tan pensativo?- Preguntó mientras veía a través de la ventana del automóvil.

-Si el sol se muriera. Creo que no visitaría su tumba.

-No seas niña.

 

Soy Plauto.



LA LLUVIA ES BUENA COMPAÑERA


Aquella madrugada me desperté lo cual era común, nunca era capaz de dormir de corrido hasta la mañana siguiente, lo cual lo envidiaba de quienes lograban esa proeza. Pero no eran sueños agitados o ganas de ir al baño, alguien o algo parecía golpear mi ventana. Eran gotas de lluvias que querían entrar a mi habitación. Tal vez tenían frio. Da igual, no las deje entrar. A mi cuarto solo entraba yo. Las ignore, pero ellas insistían y el sueño así me era imposible conciliarlo. Me levante de la cama, abrí la puerta con recelo y me dirigí al baño. Odiaba salir de mi cuarto en la madrugada. El mito de la llorona también se despertaba en mi mente a aquellas horas. Salí del baño, dirigí mi mirada hacia la silla para comprobar que la llorona no estuviera ahí sentada esperándome para satisfacer su ansia de espantar cualquier idiota. Me dirigí hacia la cocina y agarre cualquier alimentó que llenara lo que creía era hambre.  Luego solo me senté enfrente de la ventana a esperar que las gotas se agotaran de aquella nube que insistía en humedecer las calles de mi barrio. Al rato escucho una puerta abrirse interrumpiendo el sepulcral silencio de la sala. Era mi mamá. Sentí como se acercó.

-A cualquiera puedes espantar así. -Dijo mientras se unía a la vista de la calle- Una figura humana sentada en la oscuridad de una sala durante una madrugada lluviosa solo parece un espanto.



Comprendí que aquel temor sobrenatural no era solo una idea personal.
-Me gusta ver la lluvia.
-¿Pero en la madrugada? Cada loco con su tema.



Tenía razón. Me quede un rato más esperando que me diera un poco de sueño. Pero aquellas gotas cayendo tenían un embrujo particular. El sonido mientras caían y su reflejo frente a cualquier espacio de luz causaban cautivo. Pero me aburrí al rato de media hora. Decidí entonces salir. Tal vez la sensación de las gotas sobre mi cabeza causaran un embrujo aún más particular. Así fue. Mientras caminaba por aquellas calles era fácil concentrarse solo en la lluvia. No sabía si yo le pertenecía o ella me pertenecía a mí. Solo la disfrutaba. La lluvia es buena compañera. Más aun en la madrugada, aunque te robe el sueño, ella intenta compensarlo haciéndot
e disfrutar de un buen paseo. Lo comprendí. Pronto llegue a un parque cercano, estaba tan solo que ahora era fácil imaginar relatos de Katzenbach o Stephen King. Las luces estaban encendidas pero solo aumentaban el misterio. Decidí sentarme en uno de los columpios empapados al igual que yo. Y viendo las calles me preguntaba por qué  aun a aquella hora de la madrugada aun pasaban carros. Aunque eran pocos. Tal vez la lluvia no les dejara dormir. Pero caí en cuenta que al único ser humano al cual la lluvia no le produce sueño sino insomnio era a mí. No habían pasado 10 minutos cuando escuché un ruido. Cualquier ruido en medio de la madrugada causa terror, y este no fue la excepción. Era un pequeño lamento y de nuevo la idea de espantos latinoamericanos como La Llorona, la Patasola, el Jinete sin Cabeza y otros aparecieron en mi cabeza. Pero comprendí que hasta ellos no eran tan esquizoides como para salir en medio de la lluvia. Intente comprender de donde venía aquel lamento que parecía cada vez más un aullido. Y de pronto lo pude ver. Era un perro mediano escondido bajo una de las bancas.

-Hey hey!
Amiguito.

Solo me miraba. Quería acercarse pero al parecer odiaba el agua. Yo Pensaba que era cuestión de gatos. Luego de dudarlo varias veces se acercó. Y apenas recibió la primera caricia pareció reaccionar como si me conociera de toda la vida. No lo pensé dos veces y empecé a caminar de nuevo, sabía que me seguiría,  y era mi intención. Pronto llegamos a la casa y parecía que nunca iba a amanecer. La lluvia aun caía y cada vez más torrencial. En la terraza me senté en la compañía de aquel extraño ser que parecía tener alma. Al parecer disfrutaba de mi compañía. Era mutuo. Se acostó a mis pies. También disfrutaba viendo la lluvia. Si tan solo pudiera hablar sería perfecto. Pero no lo cuestione. En medio del abrazo de la madrugada entendí que la paz es tan fácil conseguirla debajo de la lluvia y al lado de un perro.
Poco a poco las
gotas se fueron disipando y al mismo tiempo el sol intentaba salir de su habitación. Al tiempo que las nubes de lluvia desaparecieron, los rayos de sol poco a poco se empezaron a adueñar de las calles. Fue ahí cuando mi nuevo amigo se levantó y se dirigió de nuevo a su hogar, tal vez al lado de una niña caprichosa, o de una viuda solitaria. Nunca supe su nombre. Y la lluvia se atrevió a despedirse en la lejanía, al menos ella sí lo hizo. A lo lejos parecía burlarse de mí. No haberme dejado dormir fue su trofeo aquel día. No la juzgo, es buena compañera.




Soy Plauto.

LA LLUVIA ES BUENA COMPAÑERA

La lluvia es buena compañera.
 
Aquella madrugada me desperté lo cual era común, nunca era capaz de dormir de corrido hasta la mañana siguiente, lo cual envidiaba de quienes lograban  dicha proeza. Pero no eran sueños agitados o ganas de ir al baño, alguien o algo parecía golpear mi ventana. Eran gotas de lluvias que querían entrar a mi habitación. Tal vez tenían frio. Da igual, no las deje entrar. A mi cuarto solo entraba yo. Las ignore, pero ellas insistían y el sueño así me era imposible conciliarlo. Me levante de la cama, abrí la puerta con recelo y me dirigí al baño. Odiaba salir de mi cuarto en la madrugada. El mito de "la llorona" también se despertaba en mi mente a aquellas horas. Salí del baño, dirigí mi mirada hacia la silla para comprobar que "la llorona" no estuviera ahí sentada esperándome para satisfacer su ansia de espantar cualquier idiota. Me dirigí hacia la cocina y agarre cualquier alimentó que llenara lo que creía era hambre.  Luego solo me senté enfrente de la ventana a esperar que las gotas se agotaran de aquella nube que insistía en humedecer las calles de mi barrio. Al rato escucho una puerta abrirse interrumpiendo el sepulcral silencio de la sala. Era mi mamá. Sentí como se acercó.

-A cualquiera puedes espantar así. -Dijo mientras se unía a la vista de la calle- Una figura humana sentada en la oscuridad de una sala durante una madrugada lluviosa solo parece un espanto.

Comprendí que aquel temor sobrenatural no era solo una idea personal.
-Me gusta ver la lluvia.
-¿Pero en la madrugada? Cada loco con su tema.



Tenía razón. Me quede un rato más esperando que me diera un poco de sueño. Pero aquellas gotas cayendo tenían un embrujo particular. El sonido mientras caían y su reflejo frente a cualquier espacio de luz causaban cautivo. Pero me aburrí al rato de media hora. Decidí entonces salir. Tal vez la sensación de las gotas sobre mi cabeza causaran un embrujo aún más particular. Así fue. Mientras caminaba por aquellas calles era fácil concentrarse solo en la lluvia. No sabía si yo le pertenecía o ella me pertenecía a mí. Solo la disfrutaba. La lluvia es buena compañera. Más aun en la madrugada, aunque te robe el sueño, ella intenta compensarlo haciéndot
e disfrutar de un buen paseo. Lo comprendí. Pronto llegue a un parque cercano, estaba tan solo que ahora era fácil imaginar relatos de Katzenbach o Stephen King. Las luces estaban encendidas pero solo aumentaban el misterio. Decidí sentarme en uno de los columpios empapados al igual que yo. Y viendo las calles me preguntaba por qué  aun a aquella hora de la madrugada aun pasaban carros. Aunque eran pocos. Tal vez la lluvia no les dejara dormir. Pero caí en cuenta que al único ser humano al cual la lluvia no le produce sueño sino insomnio era a mí. No habían pasado 10 minutos cuando escuché un ruido. Cualquier ruido en medio de la madrugada causa terror, y este no fue la excepción. Era un pequeño lamento y de nuevo la idea de espantos latinoamericanos como La Llorona, la Patasola, el Jinete sin Cabeza y otros aparecieron en mi cabeza. Pero comprendí que hasta ellos no eran tan esquizoides como para salir en medio de la lluvia. Intente comprender de donde venía aquel lamento que parecía cada vez más un aullido. Y de pronto lo pude ver. Era un perro mediano escondido bajo una de las bancas.

-Hey hey!
Amiguito.

Solo me miraba. Quería acercarse pero al parecer odiaba el agua. Yo Pensaba que era cuestión de gatos. Luego de dudarlo varias veces se acercó. Y apenas recibió la primera caricia pareció reaccionar como si me conociera de toda la vida. No lo pensé dos veces y empecé a caminar de nuevo, sabía que me seguiría,  y era mi intención. Pronto llegamos a la casa y parecía que nunca iba a amanecer. La lluvia aun caía y cada vez más torrencial. En la terraza me senté en la compañía de aquel extraño ser que parecía tener alma. Al parecer disfrutaba de mi compañía. Era mutuo. Se acostó a mis pies. También disfrutaba viendo la lluvia. Si tan solo pudiera hablar sería perfecto. Pero no lo cuestione. En medio del abrazo de la madrugada entendí que la paz es tan fácil conseguirla debajo de la lluvia y al lado de un perro.
Poco a poco las
gotas se fueron disipando y al mismo tiempo el sol intentaba salir de su habitación. Al tiempo que las nubes de lluvia desaparecieron, los rayos de sol poco a poco se empezaron a adueñar de las calles. Fue ahí cuando mi nuevo amigo se levantó y se dirigió de nuevo a su hogar, tal vez al lado de una niña caprichosa, o de una viuda solitaria. Nunca supe su nombre. Y la lluvia se atrevió a despedirse en la lejanía, al menos ella sí lo hizo. A lo lejos parecía burlarse de mí. No haberme dejado dormir fue su trofeo aquel día. No la juzgo, es buena compañera.




Soy Plauto.

Nombre: Luis Carlos Mercado Navarro.

Seudónimo: Plauto Del Rio.

Ciudad de nacimiento: Barranquilla (Colombia).

Profesión: Psicólogo y escritor (O al menos eso intento).

Correo de contacto: luismer0153@hotmail.com

Alguien, cualquier día, le pregunto a algún escritor “¿Cuándo decidiste empezar a escribir?”, y no supo responder. Se crece escribiendo, el momento es irrelevante, así como fue aquel día en que la inspiración decidió arrojarse por medio de un lápiz hacia una hoja en blanco que ansiaba ser el instrumento de voces que no se escuchan. No se escribe para ser famoso, ni para ganar un Nobel. Tampoco para ser rico e intentar comprarle la casa soñada a una amorosa madre. Mucho menos para conseguir mujeres, porque escribir funciona igual que una espinilla en la frente delante de cualquier dama. Se escribe por necesidad, eso es, el alma te obliga a hacerlo y hasta que no cumplas sus caprichos no te dejará tranquilo, y cuando empiezas, naces y te elevas, y ahí mismo deseas morir escribiendo. Nunca lo haces para crear un Best-Seller. Y una vez te decides, no puedes parar. Droga. Alimento. Aire. Luz. Escribir te hace vivir. Te despierta, te hace soñar. ¿Cuándo decidí empezar a escribir? Cuando decidí vivir. Soy Plauto.

Enemigos. (Anton Chejov)


Después de las nueve de una oscura noche de setiembre, en casa del doctor Kirilov, médico del zemstvo fallecía de difteria su único hijo, Andrés, de seis años de edad. Cuando la esposa del médico se arrodilló ante la camita del niño muerto y se sintió invadida por el primer ataque de desesperación, en el vestíbulo sonó ásperamente el timbre.
A causa de la difteria las criadas habían sido despedidas y el mismo Kirilov, tal como estaba, sin levita, con el chaleco desabrochado, cara mojada y manos quemadas por el ácido fénico, fue a abrir la puerta. El vestíbulo estaba oscuro y en el hombre que había entrado sólo podían distinguirse la mediana estatura, la blanca bufanda y el rostro, grande y pálido en extremo, tan pálido que parecía que con la llegada de aquella persona en el vestíbulo se hizo más luz…
-¿El doctor está en casa? -preguntó deprisa el visitante.
-Estoy en casa -contestó Kirilov-. ¿Qué desea usted?
-Ah, ¿es usted? ¡Me alegro mucho! -exclamó el desconocido, se puso a buscar en la oscuridad la mano del médico, la encontró y la estrechó con fuerza entre sus manos-. ¡Estoy muy, pero muy contento! Nos conocemos… Soy Aboguin… Tuve el placer de verlo en casa de Gnuchev, en verano. Muy contento por haberlo encontrado. Por el amor de Dios, no rehúse acompañarme hasta mi casa… Mi mujer se enfermó gravemente… Tengo el coche conmigo…
Por la voz y por los ademanes del visitante se notaba en él un estado de fuerte excitación. Como asustado por un incendio o por un perro rabioso, apenas contenía su respiración acelerada, hablaba deprisa, con voz temblorosa, y algo verdaderamente sincero, infantil y temeroso resonaba en sus palabras. Igual que todos los asustados y aturdidos, hablaba con frases breves, cortadas y pronunciaba muchas palabras innecesarias, que no venían al caso.
-Temía no encontrarlo -continuó diciendo-. Por el camino sufrí una enormidad… Por Dios, vístase y vámonos… Todo sucedió así: Vinieron a mi casa Papchinsky, Alejandro Semionovich… usted lo conoce… Charlamos durante un rato… luego nos sentamos a tomar el té; de pronto mi mujer lanza un grito, se lleva la mano al corazón y cae sobre el respaldo de la silla. La llevamos a la cama y… le froté las sienes con amoníaco, le rocié la cara con agua… estaba como muerta… Temo que sea un aneurisma… Venga, por favor… También el padre de ella había muerto de aneurisma…
Kirilov escuchaba en silencio, como si no entendiera el ruso.
Cuando Aboguin volvió a mencionar a Papchinsky y al padre de su mujer y comenzó una vez más a buscar en la oscuridad la mano del doctor, éste sacudió la cabeza y dijo con apatía, alargando cada palabra:
-Perdone, no puedo viajar con usted… Hace unos cinco minutos… ha muerto mi hijo…
-¡Es posible! -susurró Aboguin, retrocediendo un paso-. ¡Dios mío, en qué mala hora he venido! ¡Qué día tan funesto! Es sorprendente… ¡Qué coincidencia! Como si fuera a propósito…
Aboguin asió el picaporte de la puerta y bajó la cabeza pensativo. Vacilaba visiblemente, sin saber qué hacer: irse o seguir rogando al doctor.
-Escúcheme -dijo con calor, asiendo a Kirilov por la manga-. ¡Comprendo perfectamente su situación! Me da vergüenza tratar de atraer su atención, pero ¿qué puedo hacer? Juzgue usted mismo, ¿a dónde voy a ir? Aparte de usted, no hay aquí otro médico. ¡Venga, por amor de Dios! No se lo pido por mí… ¡No soy yo el enfermo!
Sobrevino el silencio. Kirilov volvió la espalda a Aboguin; durante un rato permaneció inmóvil y luego pasó lentamente del vestíbulo a la sala. A juzgar por sus pasos, inseguros y mecánicos; por la atención con que acomodó la pantalla de una lámpara apagada y hojeó un grueso libro que estaba sobre la mesa, no tenía en estos momentos propósito ni deseo alguno, no pensaba en nada ni, proba­blemente, recordaba ya que en el vestíbulo lo esperaba, de pie, una persona extraña. Por lo visto, el crepúsculo y el silencio de la sala intensificaron su aturdimiento. Al pasar de la sala a su gabinete, levantaba el pie derecho más alto de lo necesario, buscaba con las manos el quicio de las puertas y en toda su figura se sentía entonces cierta perplejidad, como si viniera a parar a una casa ajena o por primera vez en la vida se hubiera emborrachado y se entregase ahora, sorprendido, a la nueva sensación. Sobre una pared del gabinete, a través de los estantes con libros, extendíase una amplia franja de luz; junto con el pesado olor a éter y ácido fénico, esa luz penetraba por la puerta entreabierta y daba al dormitorio… el doctor se sentó en el sillón ante la mesa; durante un minuto contempló, somnoliento, sus libros iluminados, luego se levantó y fue al dormitorio.
Reinaba allí una quietud mortal. Todo, hasta el último detalle, hablaba elocuentemente de la tempestad, recién soportada, del cansancio, y todo re­posaba ahora. Una vela, colocada sobre el taburete en el compacto montón de frascos, cajas y tarritos, y una gran lámpara encima de la cómoda iluminaban generosamente toda la habitación. En la cama junto a la ventana, yacía un niño con los ojos abiertos y una expresión sorprendida en el rostro. Estaba inmóvil; parecía, sin embargo, que sus ojos abiertos se tornaban a cada instante más oscuros y más lejanos. Con las manos sobre su cuerpo y escondida la cara en los pliegues de la colcha, la madre estaba de rodillas ante la cama. No se movía, igual que el niño, y sin embargo ¡cuánto movimiento sentíase en las curvas de su cuerpo y en sus brazos! Con la fuerza y el fervor de todo su ser, inclinábase sobre la cama como temiendo alterar la tranquila y cómoda postura que encontró al fin para su fatigado cuerpo. Las colchas, los trapos, las palanganas, los charcos en el suelo, las cucharitas desparramadas por doquier, la gran botella blanca con agua de cal, el mismo aire, pesado y sofocante… Todo parecía sosegado y sumergido en la quietud.
El doctor se detuvo junto a su mujer, metió las manos en los bolsillos de sus pantalones e, inclinando hacia un lado la cabeza, miró a su hijo. Su cara expresaba la indiferencia y sólo por algunas gotas de rocío que brillaban en su barba, se notaba que había llorado.
El repulsivo terror con que suele hablarse de la muerte estaba ausente en el dormitorio. En la paralización general, en la postura de la madre, en la indiferencia del rostro del médico había algo que atraía, algo que conmovía el corazón, aquella leve y difícilmente asible belleza del dolor humano que aún no aprendieron a comprender y describir y que, al parecer, sólo la música sabe trasmitir. Hasta en el sombrío silencio había belleza; Kirilov y su mujer callaban, sin llorar, como si, además del peso de la pérdida, se percatasen también del lirismo de su situación; del mismo modo en que antaño había pasado su juventud, así ahora, junto con este niño, desaparecía para siempre su derecho a tener hijos. El doctor tenía cuarenta y cuatro años, estaba canoso y parecía un viejo; su en­ferma y demacrada mujer tenía treinta y cinco años. Andrés no era sólo el único, sino también el último.
En contraste con su mujer, el doctor pertenecía a la clase de naturalezas que durante el dolor espiritual sienten una necesidad imperiosa de movimiento. Después de permanecer cinco minutos al lado de su mujer, se dirigió, levantando mucho el pie derecho, a una pequeña habitación, la mitad de la cual estaba ocupada por un gran diván; desde allí pasó a continuación a la cocina. Habiendo deambulado un buen rato entre el horno y la cama de la cocinera, se inclinó y por una pequeña puerta salió al vestíbulo.
Allí vio de nuevo la bufanda blanca y el pálido rostro. -¡Por fin! -suspiró Aboguin, asiendo el picaporte de la puerta-. ¡Vamos, por favor! El doctor se estremeció, lo miró y recordó… -¡Escuche, ya le dije que no puedo ir con usted! -dijo, animándose-. Me extraña…
-Doctor, no soy de piedra, comprendo perfectamente su situación… ¡lo compadezco! -respondió con tono implorante Aboguin, poniendo la mano en la bufanda-. Pero no lo pido por mí… ¡Se está muriendo mi mujer! Si usted oyera aquel grito, viera su cara, entonces hubiera comprendido mi insistencia. ¡Dios mío, yo creí que usted había ido a vestirse! ¡Doctor, el tiempo es oro! ¡Vamos, se lo ruego!
-¡No puedo ir! -dijo lentamente Kirilov y se dirigió a la sala.
Aboguin lo siguió y lo cogió por la manga.
-Usted está apenado, lo comprendo, pero no lo llamo para curar las muelas ni para una consulta, sino para salvar una vida humana -continuó rogando como un mendigo-. ¡Esta vida está por encima de cualquier dolor personal! ¡En fin, le pido un acto de valentía, de heroísmo! ¡En nombre del amor al prójimo!
-El amor al prójimo es un arma de doble filo -dijo Kirilov, irritado-. En nombre de este mismo amor al prójimo le ruego que me deje en paz. Me sorprende, francamente… Usted trata de asustarme con el amor al prójimo, ¡a mí que apenas me sostengo en pie! En este momento no sirvo para nada… y no pienso ir a ningún lado. Y, además, ¿con quién voy a dejar a mi mujer? No, no…
Kirilov agitó las manos y dio un paso atrás.
-¡No me lo pida! -prosiguió, atemorizado-. Perdóneme… Según el tomo trece de las leyes, estoy obligado a ir, y usted tiene derecho de arrastrarme a la fuerza… Muy bien, hágalo si quiere, pero… pero no sirvo para nada… Ni siquiera estoy en condiciones de hablar… Disculpe…
-Hace mal, doctor, en hablar conmigo en ese tono -dijo Aboguin, tomando otra vez al doctor por la manga-. No me importa el tomo trece. No tengo ningún derecho de forzar su voluntad. Si quiere, venga conmigo; si no quiere, Dios sea con usted. Pero no es a su voluntad a quien me dirijo, sino a su sentimiento. ¡Se está muriendo una mujer joven! Dice usted que acaba de fallecer su hijo, ¿quién si no usted debe comprender mi desesperación?
La voz de Aboguin temblaba de emoción; este temblor y el tono eran mucho más convincentes que sus palabras. Aboguin era sincero, pero, sor­prendentemente, todas sus frases resultaban vacuas, inanimadas, de un colorido fuera de lugar, y que parecían ofender tanto el ambiente de la casa del médico como a la mujer que se moría en alguna parte. Lo sentía él mismo y por lo tanto, temiendo ser incomprendido, a toda costa trataba de dotar a su voz de un matiz de suavidad y de ternura, para imponerse, si no con las palabras, por lo menos con la sinceridad del tono. En general, la frase, por más bella y profunda que sea, sólo surte efecto sobre los indiferentes, pero no puede satisfacer a las personas felices o desdichadas; por ello la suprema expresión de la dicha o de la desgracia es, la mayoría de las veces, el silencio; los enamorados se comprenden mejor uno al otro cuando están callados, y una apasionado y fervoroso discurso pronunciado ante una tumba sólo conmueve a los extraños, mientras que a la viuda y a los hijos del difunto les parece insignificante y frío.
Kirilov callaba. Cuando Aboguin dijo varias frases más acerca de la elevada vocación del médico, de la abnegación etc., el doctor preguntó en tono sombrío:
-¿Es largo el viaje?
-Son unas trece o catorce verstas. ¡Tengo muy buenos caballos, doctor! Le doy mi palabra de que haremos el viaje de ida y vuelta en una hora. ¡Solamente una hora!
Las últimas palabras hicieron más efecto al doctor que las menciones sobre el altruismo o la vocación del médico. Pensó un rato y dijo con un suspiro:
-¡Bien, vayamos!
Rápidamente, y ya con paso firme, dirigióse a su gabinete y poco después volvió vestido con una larga levita. Correteando a su lado al trotecillo menudo, el reanimado Aboguin le ayudó a ponerse el sobretodo y, junto con él, salió de la casa.
Afuera había más claridad que en el vestíbulo. Ya se distinguía en las tinieblas la alta y algo encorvada figura del doctor con su barba larga y estrecha y con su nariz aguileña. En cuanto a Aboguin, aparte de su pálido rostro, se veían su cabeza grande y la pequeña gorrita de estudiante que apenas le cubría la coronilla. La blanca bufanda no se le notaba sino por delante, ya que por atrás la ocultaban sus largos cabellos.
-Créame, yo sabré apreciar su generosidad -murmuró Aboguin, ayudando al doctor a subir al coche-. No tardaremos en llegar. Lucas, querido, llévanos lo más rápido posible. ¡Te lo ruego!
El cochero emprendió una marcha veloz. Primero pasaron a lo largo de la fila de ordinarios edificios del hospital; todo estaba a oscuras y sólo en el fondo del patio una intensa luz irrumpía por la ventana; además, las tres ventanas del piso superior parecían más claras que el aire. Luego el coche penetró en las tinieblas más espesas; olía allí a hongos húmedos y se oía el murmullo de los árboles; las cornejas, despertadas por el ruido de las ruedas, se movieron entre las hojas y comenzaron a lanzar gritos angustiosos y lastimeros, como si supiesen que al doctor se le había muerto el hijo y que Aboguin tenía la mujer enferma. Luego pasaron raudamente árboles aislados, extensiones de arbustos; brilló melancólicamente un estanque sobre el cual dormían grandes sombras negras; un poco más y el coche rodó por una llanura. El grito de las cornejas resonaba aún sordamente y pronto cesó del todo.
Durante casi todo el viaje Kirilov y Aboguin callaban. Sólo una vez Aboguin suspiró hondamente y masculló:
-¡Qué estado tan penoso! Uno nunca ama tanto a los seres queridos como en los momentos en que hay riesgo de perderlos.
Y cuando el coche vadeaba cuidadosamente el río, Kirilov se estremeció, como asustado por el chapoteo del agua, y comenzó a moverse.
-Escuche… déjeme ir -dijo, angustiado-. Más tarde iré a su casa. Sólo quiero avisar al enfermero para que vaya a acompañar a mi mujer. ¡Está sola!
Aboguin callaba. El carruaje, balanceándose y golpeando contra las piedras, atravesó la arenosa orilla y continuó la marcha. Kirilov agitóse en su asiento y miró en derredor. Atrás, iluminado por la escasa luz de las estrellas, se alargaba el camino; los sauces de la orilla desaparecían en la oscuridad. A la derecha, yacía la llanura, tan ilimitada y pareja como el cielo; lejos, acá y acullá, probablemente sobre los pantanos de turba, ardían opacas lucecitas. A la izquier­da, paralelamente al camino, se extendía una colina que parecía peluda por los pequeños arbustos que la cubrían; sobre la colina pendía, inmóvil, una gran media luna roja, levemente envuelta en la niebla y rodeada por menudas nubecillas que parecían observarla por todas partes y vigilarla para que no se escapara.
En toda la naturaleza se sentía algo desesperado, doliente; la tierra, igual que una mujer caída que está sola en una habitación oscura y trata de no pensar en el pasado, languidecía con sus recuerdos de la primavera y del verano y esperaba, con apatía, la inevitable llegada del invierno. Dondequiera que uno mirase, la naturaleza aparecía como un oscuro pozo, infinitamente profundo y frío, del cual no había salida para Kirilov, ni para Aboguin, ni para la roja media luna…
Cuanto más se acercaba el coche a su destino, más impaciente se tornaba Aboguin. Se levantaba de un salto, se movía, miraba hacia adelante por encima del hombro del cochero. Por fin el carruaje se detuvo ante el pórtico finamente adornado con lona a rayas, y cuando Aboguin miró las iluminadas ventanas del primer piso su respiración se hizo temblorosa.
-Si algo ocurre… no lo voy a soportar -dijo, entrando con el doctor en el vestíbulo y frotándose las manos a causa de la emoción-. Pero no se oye ningún alboroto, quiere decir que no hay nada grave aún -añadió, prestando atención al silencio.
En el vestíbulo no se oían voces ni pasos y toda la casa parecía dormida, a pesar de la intensa iluminación. Ahora el doctor y Aboguin, que hasta este momento habían permanecido en la oscuridad, ya podían verse el uno al otro. El doctor era alto, un poco encorvado, vestía con negligencia y su cara era más bien fea. Sus gruesos labios de negro, su nariz aguileña y su mirada indiferente y opaca, expresaban algo severo, duro, áspero. La cabeza mal peinada, las sienes hundidas, las canas prematuras en la estrecha y larga barba, a través de la cual traslucía el mentón; el color gris pálido de la piel y los modales, negligentes y algo torpes, sugerían la idea acerca de las necesidades vividas, de la mala suerte, del cansancio de la vida y de las gentes. Viendo su seca figura, uno no podía creer que este hombre tuviera mujer y que pudiera llorar la muerte de su hijo.
Aboguin, en cambio, representaba algo diferente. Era un hombre robusto, rubio, de cabeza grande, de facciones amplias pero suaves, vestido con elegancia, según la última moda. En su porte, en su levita, cuidadosamente abrochada, en su melena y en su rostro percibíase algo noble, leonino; caminaba con la cabeza erguida y con el pecho arqueado, hablaba con agradable voz de barítono, y los ademanes con que se quitaba la bufanda o arreglaba sus cabellos revelaban una finura delicada, casi femenina. Ni siquiera la palidez y el miedo infantil con que, quitándose el abrigo, miraba arriba, a la escalera, alteraban su porte ni afectaban la salud y el aplomo que respiraba toda su figura.
-No hay nadie ni se oye nada -dijo, subiendo la escalera-. No hay ningún alboroto. ¡Quiera Dios!
Después de atravesar el vestíbulo se llegaba a una gran sala, en la que había un piano negro y pendía una araña cubierta con funda blanca, ambos entraron en un saloncito bello y acogedor, sumido en una agradable penumbra rosada.
-Bueno, doctor, espéreme un poco aquí -dijo Aboguin-. Volveré enseguida… Iré a ver… y a avisar.
Kirilov quedó solo. El lujo del salón, la suave penumbra y su propia presencia en esta casa desconocida, que tenía el carácter de una aventura, no lo conmovían, por lo visto. Estaba sentado en el sillón examinando sus manos quemadas por el ácido fénico. Sólo fugazmente vio una pantalla de un color rojo muy vivo y un estuche de violonchelo; además, al volver la cabeza hacia el lado donde se oía el tictac de un reloj, notó el cuerpo disecado de un lobo, tan satisfecho y circunspecto como el propio Aboguin.
La casa permanecía silenciosa… En una habitación lejana alguien emitió en voz alta el sonido de «¡Ah!», resonó una puerta de vidrio, probablemente, de un armario, y de nuevo se hizo el silencio. Habiendo esperado unos cinco minutos, Kirilov dejó de observar sus manos y miró la puerta detrás de la cual había desaparecido Aboguin.
En el umbral de esta puerta estaba Aboguin, mas no era el que había salido. El aire de satisfacción y de fina elegancia se había esfumado de su figura, y su rostro, sus manos y su porte se hallaban desfigurados por una repugnante expresión de terror o de torturante dolor físico. La nariz, los labios, los bigotes, todos sus rasgos se movían y parecían tratar de despegarse de la cara, mientras que sus ojos parecían reír de dolor…
Con pasos largos y pesados avanzó hacia el medio del salón, se encorvó, gimió y agitó los puños.
-¡Me ha engañado! -gritó, subrayando con fuerza la sílaba “ña”-. ¡Me ha engañado! ¡Se fue! Fingió estar enferma y me mandó a buscar al médico para poder huir con ese payaso de Papchinsky. ¡Dios mío!
Pesadamente, Aboguin dio un paso hacia el doctor, y agitando ante la cara de éste sus blancos puños, continuó vociferando:
-¡Se fue! ¡Me ha engañado! ¿Por qué esta mentira? ¡Dios mío! ¿Por qué este truco sucio, este diabólico juego de víbora? ¿Qué le he hecho yo?
Las lágrimas saltaron de sus ojos. Giró sobre un talón y se puso a caminar por el cuarto. Con su corta levita, con sus estrechos pantalones de moda, con los cuales sus piernas parecían desproporcionadamente delgadas; con su cabeza grande y su melena, la semejanza que tenía con un león era ahora extraordinaria. En el indiferente rostro del doctor encendióse una chispa de curiosidad. Se levantó y observó a Aboguin.
Permítame, ¿dónde está la enferma? -preguntó.
¡La enferma! ¡La enferma! -gritó Aboguin, riendo y llorando al tiempo que agitaba los puños-. ¡No es la enferma, sino la maldita! ¡Una bajeza, una infamia que el mismo Satanás no hubiera ideado mejor! Me hizo salir de la casa para escapar; escapar con ese payaso, ese estúpido saltimbanqui. ¡Dios mío, más le valdría morir! ¡No podré soportarlo!
El doctor se irguió. Sus ojos parpadearon y se llenaron de lágrimas; su estrecha barba se movió hacia la derecha y hacia la izquierda junto con la man­díbula.
-Permítame, ¿cómo es eso? -preguntó, mirando alrededor con curiosidad-. Se me ha muerto un hijo, mi mujer está sola en la casa, con su angustia… Yo mismo apenas me sostengo en pie, no he dormido tres noches… y ¿qué ocurre, ahora? Me obligan a tomar parte en una vulgar comedia, hacer el papel de un objeto de utilería. ¡No… no lo comprendo!
Aboguin abrió un puño, arrojó al suelo una arrugada esquela y la pisó como un insecto que uno tiene ganas de aplastar.
-¡Y yo sin saber nada… sin comprender! -decía con dientes apretados, agitando el puño cerca de su cara y con la expresión del hombre a quien pisaron un callo-. No me daba cuenta de que venía todos los días; no reparé en que hoy había llegado en la berlina. ¿Por qué en la berlina? Y yo sin ver nada… ¡Cabeza de chorlito!
-No… no comprendo… -balbuceó el doctor-. ¿Cómo es eso? No es sino una burla, un mofarse del sufrimiento humano. Es algo increíble… ¡por primera vez en mi vida veo algo semejante!
Con la embotada sorpresa del hombre que acaba de comprender una grave ofensa que le han causado, el doctor se encogió de hombros, separó los brazos y, sin saber qué decir ni qué hacer, se dejó caer, exhausto, en el sillón.
-Muy bien, me ha dejado de amar, se ha enamorado de otro, que Dios sea con ella, pero ¿para qué esta infame y traicionera maniobra? -decía Aboguin con voz llorosa-. ¿Para qué? ¿Y por qué? ¿Qué le he hecho? Escuche, doctor -dijo con vehemencia, acercándose a Kirilov-. Usted es involuntario testigo de mi desgracia y no le voy a ocultar la verdad. Le juro que amaba a esta mujer, la amaba como a una diosa, la amaba como un esclavo… Por ella lo sacrifiqué todo: reñí con mi parentela, dejé el empleo y la música; a ella le perdoné cosas que no hubiera perdonado a mi madre o a mi hermana… Nunca le dirigí una mirada recelosa… nunca le di un motivo de enojo. ¿Por qué, entonces, esta mentira? No exijo amor, pero ¿para qué este vil engaño? Si no me quiere, ¿por qué no me lo dice directa, honestamente, tanto más que conoce mi opinión a ese respecto?
Con lágrimas en los ojos y temblando con todo el cuerpo, Aboguin sinceramente abría su alma ante el doctor. Hablaba con calor, estrechando ambas manos contra el corazón; sin ninguna vacilación revelaba sus secretos familiares y hasta parecía contento de poder arrojarlos, por fin, de su pecho. De haber hablado de esta manera una hora o dos, desnudando su alma, sin duda se hubiera sentido aliviado. Y quien sabe, de haberlo escuchado el doctor, de haberlo aconsejado amigablemente, quizás se hubiera reconciliado con su pena sin protestas, como suele ocurrir, y sin hacer innecesarias tonterías… Pero sucedió en forma distinta. Mientras Aboguin hablaba, el ofendido doctor cambiaba de aspecto. En su rostro, la indiferencia y la sorpresa poco a poco cedían lugar a una expresión de amargura, de indignación y de ira. Sus facciones se tornaron aun más duras, ásperas y desagradables. Cuando Aboguin acercó a sus ojos la fotografía de una mujer joven, con un rostro bello pero inexpresivo y seco, como el de una monja, y le preguntó si uno podía admitir que ese rostro fuese capaz de expresar una mentira, el doctor se levantó de un salto, y, con los ojos brillantes, dijo, recalcando cada palabra:
-¿Para qué me dice usted todo eso? ¡No quiero escucharlo! ¡No quiero! -gritó, dando un puñetazo sobre la mesa-. ¡No necesito sus vulgares secretos, que el diablo los lleve! ¡No tiene usted derecho a contarme esas vulgaridades! ¿O cree usted, por ventura, que aun no estoy suficientemente ofendido? ¿Que soy un lacayo a quien se puede ofender hasta el final? ¿No es así?
Aboguin retrocedió unos pasos y fijó en Kirilov una mirada de asombro.
-¿Para qué me trajo usted aquí? -prosiguió el doctor, sacudiendo la barba-. Si a usted se le ocurre casarse y luego armar escándalos y montar melodramas, ¿qué tengo yo que ver con ello? ¿Qué tengo que ver con sus romances? ¡Déjeme en paz! ¡Ejercite su noble derecho de fuerza, dése tono con las ideas humanitarias, toque -el doctor miró de reojo el estuche del violonchelo- el contrabajo y el trombón, engorde cuanto le plazca, pero no se mofe del ser humano! ¡Si no sabe respetarlo, por lo menos, libérelo de su atención!
-Pero… ¿Qué significa todo eso? -preguntó Aboguin, enrojeciendo.
-Eso significa que no se debe jugar con la gente. Es una acción indigna, despreciable. Yo soy médico; a los médicos y, en general, a los trabajadores que no huelen a perfumes y a prostitución, ustedes nos consideran como sus lacayos y hombres mauvais ton… Y bien, pueden hacerlo, pero nadie les da derecho a tratar al hombre que sufre como si fuera un objeto de utilería.
-¿Cómo se atreve usted a hablar conmigo de ese modo? -preguntó Aboguin en voz baja y su cara volvió a estremecerse, esta vez de cólera. -¿Cómo usted, conociendo mi desgracia, se atrevió a traerme aquí para escuchar vulgaridades? -gritó el doctor y volvió a golpear en la mesa con el puño-. ¿Quién le dio derecho para burlarse así del dolor ajeno?
-¡Está usted loco! -gritó Aboguin-. No es nada generoso de su parte… Yo mismo soy profundamente desdichado y… y…
-Desdichado, desdichado dice -Sonrió despectivamente el doctor-. No toque siquiera esa palabra, ella no tiene nada que ver con usted en absoluto. Los haraganes que no encuentran dinero para pagar sus deudas también son desdichados. El capón agobiado por la excesiva grasa también es desdichado. ¡Menuda futilidad!
-¡Señor mío, usted se olvida! -chilló Aboguin-. ¡Palabras como las suyas se pagan a puñetazos! ¿Comprende? Apresuradamente Aboguin metió la mano en el bolsillo, extrajo la billetera, sacó dos billetes y los arrojó sobre la mesa. -¡Aquí tiene usted! -dijo, moviendo las aletas de la nariz-. ¡Su visita está pagada! -¿Cómo se atreve a ofrecerme dinero? -gritó el doctor, barriendo con la mano los billetes-. ¡Una ofensa no se paga con dinero!
Aboguin y el doctor estaban frente a frente y, encolerizados, proseguían infiriéndose mutuamente inmerecidas ofensas. Parecía como si nunca en su vida, ni siquiera delirando, hubiesen pronunciado tantas palabras injustas, crueles y absurdas. En los dos revelóse marcadamente el egoísmo del desgraciado. Los desgraciados son egoístas, maliciosos, injustos, crueles y menos capaces aun que los tontos de comprenderse uno al otro. La desgracia, en lugar de unir, separa a la gente, y hasta allí donde parecería que los hombres debieran estar ligados por el dolor común, se cometen muchas más injusticias y crueldades que en un medio relativamente satisfecho.
-¡Sírvase disponer mi regreso! -gritó jadeante el doctor.
Aboguin dio un brusco campanillazo. Como nadie acudiera a su llamado, hizo sonar la campanilla otra vez y la arrojó al suelo; aquélla golpeó sordamente contra la alfombra, emitiendo el lastimero gemido de un moribundo. No tardó en aparecer un lacayo.
-¿Dónde, diablos, os habéis escondido todos? -se le echó encima el amo, apretando los puños-. ¿Dónde estaba ahora? ¡Vé a decir que traigan de inmediato el coche a este señor y que preparen la berlina para mí! ¡Espera! -gritó al lacayo cuando éste ya se disponía a irse-. ¡No quiero que mañana quede ningún traidor en esta casa! ¡Afuera todos! ¡Tomaré gente nueva! ¡Víboras!
Mientras esperaban a los coches, Aboguin y el doctor guardaban silencio. El primero había recobrado ya su expresión satisfecha y sus finos modales. Caminaba por el salón, sacudía la cabeza con elegancia y, por lo visto, tramaba algo. Su ira no se había aplacado aún, pero trataba de aparentar indiferencia hacia su enemigo… El doctor, en cambio, estaba de pie, apoyándose con una mano en el borde de la mesa, y miraba a Aboguin con el profundo desprecio, algo cínico y feo, con que sólo saben mirar el dolor y el infortunio cuando ven frente a sí el bienestar y la elegancia.
Cuando, poco tiempo después, el doctor tomó asiento en el coche y emprendió la marcha, sus ojos continuaban aún mirando con desprecio. La oscu­ridad estaba más densa que una hora antes. La roja media luna se había ocultado detrás de la colina y las nubes que la vigilaban yacían junto a las estrellas en forma de manchas oscuras. Una berlina con luces rojas se adelantó al doctor con estrépito. Era la de Aboguin, que iba a protestar y hacer tonterías…
Durante el viaje el doctor estaba pensando no en su mujer ni en su hijo, sino en Aboguin y en la gente que vivía en la casa que él acababa de abandonar. Sus pensamientos eran injustos y cruelmente inhumanos. Condenaba a Aboguin, a su mujer, a Papchinsky y a cuantos vivían en la rosada penumbra y olían a perfume, y durante todo el camino sentía en su alma odio y un doloroso desprecio hacia ellos. Y en su mente se formó una firme convicción acerca de aquellas personas.
Pasará el tiempo; pasará también el dolor de Kirilov, pero esta convicción ­injusta, indigna del corazón humano- no pasará. Quedará en la mente del doctor hasta la misma tumba.

jueves, 15 de octubre de 2015

Aspectos fundamentales para escribir un cuento, según Cortazar.


v  “Nadie puede pretender que los cuentos sólo deban escribirse luego de conocer sus leyes… no hay tales leyes; a lo sumo cabe hablar de puntos de vista.”
v   “Un cuento es como andar en bicicleta. Por lo tanto se debe procurar mantener la velocidad para así mantener el equilibrio.”
v  “Mientras en la novela la captación de la realidad más amplia y multiforme se logra mediante el desarrollo de elementos parciales, en un cuento de gran calidad se procede inversamente, es decir el cuentista se ve obligado a escoger y limitar una imagen o un acaecimiento que sean significativos”.
v  “Es cierto, en la medida en que la novela acumula progresivamente sus efectos en el lector, mientras que un buen cuento es incisivo, sin cuartel desde las primeras frases.”
v  “Cuando se escribe se debe procurar que sea de alguna manera ajeno a mí en tanto alma, que eche a vivir con una vida independiente, y que el lector tenga o pueda tener la sensación de que en cierto modo está leyendo algo que ha nacido por sí mismo, en sí mismo y hasta de sí mismo.”
v  “Cuando el escritor intenta explicar un misterio en el último párrafo, la esfera se rompe.”

Hoy nace un Blog


Alguien, cualquier día, le pregunto a algún escritor “¿Cuándo decidiste empezar a escribir?”, y no supo responder. Se crece escribiendo, el momento es irrelevante, así como fue aquel día en que la inspiración decidió arrojarse por medio de un lápiz hacia una hoja en blanco que ansiaba ser el instrumento de voces que no se escuchan. No se escribe para ser famoso, ni para ganar un Nobel. Tampoco para ser rico e intentar comprarle la casa soñada a una amorosa madre. Mucho menos para conseguir mujeres, porque escribir funciona igual que una espinilla en la frente delante de cualquier dama. Se escribe por necesidad, eso es, el alma te obliga a hacerlo y hasta que no cumplas sus caprichos no te dejará tranquilo, y cuando empiezas, naces y te elevas, y ahí mismo deseas morir escribiendo. Nunca lo haces para crear un Best-Seller. Y una vez te decides, no puedes parar. Droga. Alimento. Aire. Luz. Escribir te hace vivir. Te despierta, te hace soñar. ¿Cuándo decidí empezar a escribir? Cuando decidí vivir.
 Soy Plauto.
 
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