Después de
las nueve de una oscura noche de setiembre, en casa del doctor Kirilov, médico
del zemstvo fallecía de difteria su único hijo, Andrés, de seis años de edad.
Cuando la esposa del médico se arrodilló ante la camita del niño muerto y se
sintió invadida por el primer ataque de desesperación, en el vestíbulo sonó
ásperamente el timbre.
A causa de la difteria las criadas habían sido despedidas y el mismo Kirilov,
tal como estaba, sin levita, con el chaleco desabrochado, cara mojada y manos
quemadas por el ácido fénico, fue a abrir la puerta. El vestíbulo estaba oscuro
y en el hombre que había entrado sólo podían distinguirse la mediana estatura,
la blanca bufanda y el rostro, grande y pálido en extremo, tan pálido que
parecía que con la llegada de aquella persona en el vestíbulo se hizo más luz…
-¿El doctor está en casa? -preguntó deprisa el visitante.
-Estoy en casa -contestó Kirilov-. ¿Qué desea usted?
-Ah, ¿es usted? ¡Me alegro mucho! -exclamó el desconocido, se puso a buscar en
la oscuridad la mano del médico, la encontró y la estrechó con fuerza entre sus
manos-. ¡Estoy muy, pero muy contento! Nos conocemos… Soy Aboguin… Tuve el
placer de verlo en casa de Gnuchev, en verano. Muy contento por haberlo
encontrado. Por el amor de Dios, no rehúse acompañarme hasta mi casa… Mi mujer
se enfermó gravemente… Tengo el coche conmigo…
Por la voz y por los ademanes del visitante se notaba en él un estado de fuerte
excitación. Como asustado por un incendio o por un perro rabioso, apenas
contenía su respiración acelerada, hablaba deprisa, con voz temblorosa, y algo
verdaderamente sincero, infantil y temeroso resonaba en sus palabras. Igual que
todos los asustados y aturdidos, hablaba con frases breves, cortadas y
pronunciaba muchas palabras innecesarias, que no venían al caso.
-Temía no encontrarlo -continuó diciendo-. Por el camino sufrí una enormidad…
Por Dios, vístase y vámonos… Todo sucedió así: Vinieron a mi casa Papchinsky,
Alejandro Semionovich… usted lo conoce… Charlamos durante un rato… luego nos
sentamos a tomar el té; de pronto mi mujer lanza un grito, se lleva la mano al
corazón y cae sobre el respaldo de la silla. La llevamos a la cama y… le froté
las sienes con amoníaco, le rocié la cara con agua… estaba como muerta… Temo
que sea un aneurisma… Venga, por favor… También el padre de ella había muerto
de aneurisma…
Kirilov escuchaba en silencio, como si no entendiera el ruso.
Cuando Aboguin volvió a mencionar a Papchinsky y al padre de su mujer y comenzó
una vez más a buscar en la oscuridad la mano del doctor, éste sacudió la cabeza
y dijo con apatía, alargando cada palabra:
-Perdone, no puedo viajar con usted… Hace unos cinco minutos… ha muerto mi
hijo…
-¡Es posible! -susurró Aboguin, retrocediendo un paso-. ¡Dios mío, en qué mala
hora he venido! ¡Qué día tan funesto! Es sorprendente… ¡Qué coincidencia! Como
si fuera a propósito…
Aboguin asió el picaporte de la puerta y bajó la cabeza pensativo. Vacilaba
visiblemente, sin saber qué hacer: irse o seguir rogando al doctor.
-Escúcheme -dijo con calor, asiendo a Kirilov por la manga-. ¡Comprendo
perfectamente su situación! Me da vergüenza tratar de atraer su atención, pero
¿qué puedo hacer? Juzgue usted mismo, ¿a dónde voy a ir? Aparte de usted, no
hay aquí otro médico. ¡Venga, por amor de Dios! No se lo pido por mí… ¡No soy
yo el enfermo!
Sobrevino el silencio. Kirilov volvió la espalda a Aboguin; durante un rato permaneció
inmóvil y luego pasó lentamente del vestíbulo a la sala. A juzgar por sus
pasos, inseguros y mecánicos; por la atención con que acomodó la pantalla de
una lámpara apagada y hojeó un grueso libro que estaba sobre la mesa, no tenía
en estos momentos propósito ni deseo alguno, no pensaba en nada ni, probablemente,
recordaba ya que en el vestíbulo lo esperaba, de pie, una persona extraña. Por
lo visto, el crepúsculo y el silencio de la sala intensificaron su
aturdimiento. Al pasar de la sala a su gabinete, levantaba el pie derecho más
alto de lo necesario, buscaba con las manos el quicio de las puertas y en toda
su figura se sentía entonces cierta perplejidad, como si viniera a parar a una
casa ajena o por primera vez en la vida se hubiera emborrachado y se entregase
ahora, sorprendido, a la nueva sensación. Sobre una pared del gabinete, a
través de los estantes con libros, extendíase una amplia franja de luz; junto
con el pesado olor a éter y ácido fénico, esa luz penetraba por la puerta
entreabierta y daba al dormitorio… el doctor se sentó en el sillón ante la
mesa; durante un minuto contempló, somnoliento, sus libros iluminados, luego se
levantó y fue al dormitorio.
Reinaba allí una quietud mortal. Todo, hasta el último detalle, hablaba
elocuentemente de la tempestad, recién soportada, del cansancio, y todo reposaba
ahora. Una vela, colocada sobre el taburete en el compacto montón de frascos,
cajas y tarritos, y una gran lámpara encima de la cómoda iluminaban
generosamente toda la habitación. En la cama junto a la ventana, yacía un niño
con los ojos abiertos y una expresión sorprendida en el rostro. Estaba inmóvil;
parecía, sin embargo, que sus ojos abiertos se tornaban a cada instante más
oscuros y más lejanos. Con las manos sobre su cuerpo y escondida la cara en los
pliegues de la colcha, la madre estaba de rodillas ante la cama. No se movía,
igual que el niño, y sin embargo ¡cuánto movimiento sentíase en las curvas de
su cuerpo y en sus brazos! Con la fuerza y el fervor de todo su ser, inclinábase
sobre la cama como temiendo alterar la tranquila y cómoda postura que encontró
al fin para su fatigado cuerpo. Las colchas, los trapos, las palanganas, los
charcos en el suelo, las cucharitas desparramadas por doquier, la gran botella
blanca con agua de cal, el mismo aire, pesado y sofocante… Todo parecía
sosegado y sumergido en la quietud.
El doctor se detuvo junto a su mujer, metió las manos en los bolsillos de sus
pantalones e, inclinando hacia un lado la cabeza, miró a su hijo. Su cara
expresaba la indiferencia y sólo por algunas gotas de rocío que brillaban en su
barba, se notaba que había llorado.
El repulsivo terror con que suele hablarse de la muerte estaba ausente en el
dormitorio. En la paralización general, en la postura de la madre, en la
indiferencia del rostro del médico había algo que atraía, algo que conmovía el
corazón, aquella leve y difícilmente asible belleza del dolor humano que aún no
aprendieron a comprender y describir y que, al parecer, sólo la música sabe
trasmitir. Hasta en el sombrío silencio había belleza; Kirilov y su mujer
callaban, sin llorar, como si, además del peso de la pérdida, se percatasen
también del lirismo de su situación; del mismo modo en que antaño había pasado
su juventud, así ahora, junto con este niño, desaparecía para siempre su
derecho a tener hijos. El doctor tenía cuarenta y cuatro años, estaba canoso y
parecía un viejo; su enferma y demacrada mujer tenía treinta y cinco años.
Andrés no era sólo el único, sino también el último.
En contraste con su mujer, el doctor pertenecía a la clase de naturalezas que
durante el dolor espiritual sienten una necesidad imperiosa de movimiento.
Después de permanecer cinco minutos al lado de su mujer, se dirigió, levantando
mucho el pie derecho, a una pequeña habitación, la mitad de la cual estaba
ocupada por un gran diván; desde allí pasó a continuación a la cocina. Habiendo
deambulado un buen rato entre el horno y la cama de la cocinera, se inclinó y
por una pequeña puerta salió al vestíbulo.
Allí vio de nuevo la bufanda blanca y el pálido rostro. -¡Por fin! -suspiró
Aboguin, asiendo el picaporte de la puerta-. ¡Vamos, por favor! El doctor se
estremeció, lo miró y recordó… -¡Escuche, ya le dije que no puedo ir con usted!
-dijo, animándose-. Me extraña…
-Doctor, no soy de piedra, comprendo perfectamente su situación… ¡lo
compadezco! -respondió con tono implorante Aboguin, poniendo la mano en la
bufanda-. Pero no lo pido por mí… ¡Se está muriendo mi mujer! Si usted oyera
aquel grito, viera su cara, entonces hubiera comprendido mi insistencia. ¡Dios
mío, yo creí que usted había ido a vestirse! ¡Doctor, el tiempo es oro! ¡Vamos,
se lo ruego!
-¡No puedo ir! -dijo lentamente Kirilov y se dirigió a la sala.
Aboguin lo siguió y lo cogió por la manga.
-Usted está apenado, lo comprendo, pero no lo llamo para curar las muelas ni
para una consulta, sino para salvar una vida humana -continuó rogando como un
mendigo-. ¡Esta vida está por encima de cualquier dolor personal! ¡En fin, le
pido un acto de valentía, de heroísmo! ¡En nombre del amor al prójimo!
-El amor al prójimo es un arma de doble filo -dijo Kirilov, irritado-. En
nombre de este mismo amor al prójimo le ruego que me deje en paz. Me sorprende,
francamente… Usted trata de asustarme con el amor al prójimo, ¡a mí que apenas
me sostengo en pie! En este momento no sirvo para nada… y no pienso ir a ningún
lado. Y, además, ¿con quién voy a dejar a mi mujer? No, no…
Kirilov agitó las manos y dio un paso atrás.
-¡No me lo pida! -prosiguió, atemorizado-. Perdóneme… Según el tomo trece de
las leyes, estoy obligado a ir, y usted tiene derecho de arrastrarme a la
fuerza… Muy bien, hágalo si quiere, pero… pero no sirvo para nada… Ni siquiera
estoy en condiciones de hablar… Disculpe…
-Hace mal, doctor, en hablar conmigo en ese tono -dijo Aboguin, tomando otra
vez al doctor por la manga-. No me importa el tomo trece. No tengo ningún
derecho de forzar su voluntad. Si quiere, venga conmigo; si no quiere, Dios sea
con usted. Pero no es a su voluntad a quien me dirijo, sino a su sentimiento.
¡Se está muriendo una mujer joven! Dice usted que acaba de fallecer su hijo,
¿quién si no usted debe comprender mi desesperación?
La voz de Aboguin temblaba de emoción; este temblor y el tono eran mucho más
convincentes que sus palabras. Aboguin era sincero, pero, sorprendentemente,
todas sus frases resultaban vacuas, inanimadas, de un colorido fuera de lugar,
y que parecían ofender tanto el ambiente de la casa del médico como a la mujer
que se moría en alguna parte. Lo sentía él mismo y por lo tanto, temiendo ser
incomprendido, a toda costa trataba de dotar a su voz de un matiz de suavidad y
de ternura, para imponerse, si no con las palabras, por lo menos con la
sinceridad del tono. En general, la frase, por más bella y profunda que sea,
sólo surte efecto sobre los indiferentes, pero no puede satisfacer a las
personas felices o desdichadas; por ello la suprema expresión de la dicha o de
la desgracia es, la mayoría de las veces, el silencio; los enamorados se
comprenden mejor uno al otro cuando están callados, y una apasionado y
fervoroso discurso pronunciado ante una tumba sólo conmueve a los extraños,
mientras que a la viuda y a los hijos del difunto les parece insignificante y
frío.
Kirilov callaba. Cuando Aboguin dijo varias frases más acerca de la elevada
vocación del médico, de la abnegación etc., el doctor preguntó en tono sombrío:
-¿Es largo el viaje?
-Son unas trece o catorce verstas. ¡Tengo muy buenos caballos, doctor! Le doy
mi palabra de que haremos el viaje de ida y vuelta en una hora. ¡Solamente una
hora!
Las últimas palabras hicieron más efecto al doctor que las menciones sobre el
altruismo o la vocación del médico. Pensó un rato y dijo con un suspiro:
-¡Bien, vayamos!
Rápidamente, y ya con paso firme, dirigióse a su gabinete y poco después volvió
vestido con una larga levita. Correteando a su lado al trotecillo menudo, el
reanimado Aboguin le ayudó a ponerse el sobretodo y, junto con él, salió de la
casa.
Afuera había más claridad que en el vestíbulo. Ya se distinguía en las
tinieblas la alta y algo encorvada figura del doctor con su barba larga y
estrecha y con su nariz aguileña. En cuanto a Aboguin, aparte de su pálido
rostro, se veían su cabeza grande y la pequeña gorrita de estudiante que apenas
le cubría la coronilla. La blanca bufanda no se le notaba sino por delante, ya
que por atrás la ocultaban sus largos cabellos.
-Créame, yo sabré apreciar su generosidad -murmuró Aboguin, ayudando al doctor
a subir al coche-. No tardaremos en llegar. Lucas, querido, llévanos lo más
rápido posible. ¡Te lo ruego!
El cochero emprendió una marcha veloz. Primero pasaron a lo largo de la fila de
ordinarios edificios del hospital; todo estaba a oscuras y sólo en el fondo del
patio una intensa luz irrumpía por la ventana; además, las tres ventanas del
piso superior parecían más claras que el aire. Luego el coche penetró en las
tinieblas más espesas; olía allí a hongos húmedos y se oía el murmullo de los
árboles; las cornejas, despertadas por el ruido de las ruedas, se movieron
entre las hojas y comenzaron a lanzar gritos angustiosos y lastimeros, como si
supiesen que al doctor se le había muerto el hijo y que Aboguin tenía la mujer
enferma. Luego pasaron raudamente árboles aislados, extensiones de arbustos;
brilló melancólicamente un estanque sobre el cual dormían grandes sombras
negras; un poco más y el coche rodó por una llanura. El grito de las cornejas
resonaba aún sordamente y pronto cesó del todo.
Durante casi todo el viaje Kirilov y Aboguin callaban. Sólo una vez Aboguin
suspiró hondamente y masculló:
-¡Qué estado tan penoso! Uno nunca ama tanto a los seres queridos como en los
momentos en que hay riesgo de perderlos.
Y cuando el coche vadeaba cuidadosamente el río, Kirilov se estremeció, como
asustado por el chapoteo del agua, y comenzó a moverse.
-Escuche… déjeme ir -dijo, angustiado-. Más tarde iré a su casa. Sólo quiero
avisar al enfermero para que vaya a acompañar a mi mujer. ¡Está sola!
Aboguin callaba. El carruaje, balanceándose y golpeando contra las piedras,
atravesó la arenosa orilla y continuó la marcha. Kirilov agitóse en su asiento
y miró en derredor. Atrás, iluminado por la escasa luz de las estrellas, se
alargaba el camino; los sauces de la orilla desaparecían en la oscuridad. A la
derecha, yacía la llanura, tan ilimitada y pareja como el cielo; lejos, acá y acullá,
probablemente sobre los pantanos de turba, ardían opacas lucecitas. A la
izquierda, paralelamente al camino, se extendía una colina que parecía peluda
por los pequeños arbustos que la cubrían; sobre la colina pendía, inmóvil, una
gran media luna roja, levemente envuelta en la niebla y rodeada por menudas
nubecillas que parecían observarla por todas partes y vigilarla para que no se
escapara.
En toda la naturaleza se sentía algo desesperado, doliente; la tierra, igual
que una mujer caída que está sola en una habitación oscura y trata de no pensar
en el pasado, languidecía con sus recuerdos de la primavera y del verano y
esperaba, con apatía, la inevitable llegada del invierno. Dondequiera que uno
mirase, la naturaleza aparecía como un oscuro pozo, infinitamente profundo y
frío, del cual no había salida para Kirilov, ni para Aboguin, ni para la roja
media luna…
Cuanto más se acercaba el coche a su destino, más impaciente se tornaba
Aboguin. Se levantaba de un salto, se movía, miraba hacia adelante por encima
del hombro del cochero. Por fin el carruaje se detuvo ante el pórtico finamente
adornado con lona a rayas, y cuando Aboguin miró las iluminadas ventanas del
primer piso su respiración se hizo temblorosa.
-Si algo ocurre… no lo voy a soportar -dijo, entrando con el doctor en el
vestíbulo y frotándose las manos a causa de la emoción-. Pero no se oye ningún
alboroto, quiere decir que no hay nada grave aún -añadió, prestando atención al
silencio.
En el vestíbulo no se oían voces ni pasos y toda la casa parecía dormida, a
pesar de la intensa iluminación. Ahora el doctor y Aboguin, que hasta este
momento habían permanecido en la oscuridad, ya podían verse el uno al otro. El
doctor era alto, un poco encorvado, vestía con negligencia y su cara era más
bien fea. Sus gruesos labios de negro, su nariz aguileña y su mirada
indiferente y opaca, expresaban algo severo, duro, áspero. La cabeza mal
peinada, las sienes hundidas, las canas prematuras en la estrecha y larga
barba, a través de la cual traslucía el mentón; el color gris pálido de la piel
y los modales, negligentes y algo torpes, sugerían la idea acerca de las
necesidades vividas, de la mala suerte, del cansancio de la vida y de las
gentes. Viendo su seca figura, uno no podía creer que este hombre tuviera mujer
y que pudiera llorar la muerte de su hijo.
Aboguin, en cambio, representaba algo diferente. Era un hombre robusto, rubio,
de cabeza grande, de facciones amplias pero suaves, vestido con elegancia,
según la última moda. En su porte, en su levita, cuidadosamente abrochada, en
su melena y en su rostro percibíase algo noble, leonino; caminaba con la cabeza
erguida y con el pecho arqueado, hablaba con agradable voz de barítono, y los
ademanes con que se quitaba la bufanda o arreglaba sus cabellos revelaban una
finura delicada, casi femenina. Ni siquiera la palidez y el miedo infantil con
que, quitándose el abrigo, miraba arriba, a la escalera, alteraban su porte ni
afectaban la salud y el aplomo que respiraba toda su figura.
-No hay nadie ni se oye nada -dijo, subiendo la escalera-. No hay ningún
alboroto. ¡Quiera Dios!
Después de atravesar el vestíbulo se llegaba a una gran sala, en la que había
un piano negro y pendía una araña cubierta con funda blanca, ambos entraron en
un saloncito bello y acogedor, sumido en una agradable penumbra rosada.
-Bueno, doctor, espéreme un poco aquí -dijo Aboguin-. Volveré enseguida… Iré a
ver… y a avisar.
Kirilov quedó solo. El lujo del salón, la suave penumbra y su propia presencia
en esta casa desconocida, que tenía el carácter de una aventura, no lo
conmovían, por lo visto. Estaba sentado en el sillón examinando sus manos
quemadas por el ácido fénico. Sólo fugazmente vio una pantalla de un color rojo
muy vivo y un estuche de violonchelo; además, al volver la cabeza hacia el lado
donde se oía el tictac de un reloj, notó el cuerpo disecado de un lobo, tan
satisfecho y circunspecto como el propio Aboguin.
La casa permanecía silenciosa… En una habitación lejana alguien emitió en voz
alta el sonido de «¡Ah!», resonó una puerta de vidrio, probablemente, de un
armario, y de nuevo se hizo el silencio. Habiendo esperado unos cinco minutos,
Kirilov dejó de observar sus manos y miró la puerta detrás de la cual había
desaparecido Aboguin.
En el umbral de esta puerta estaba Aboguin, mas no era el que había salido. El
aire de satisfacción y de fina elegancia se había esfumado de su figura, y su
rostro, sus manos y su porte se hallaban desfigurados por una repugnante
expresión de terror o de torturante dolor físico. La nariz, los labios, los bigotes,
todos sus rasgos se movían y parecían tratar de despegarse de la cara, mientras
que sus ojos parecían reír de dolor…
Con pasos largos y pesados avanzó hacia el medio del salón, se encorvó, gimió y
agitó los puños.
-¡Me ha engañado! -gritó, subrayando con fuerza la sílaba “ña”-. ¡Me ha
engañado! ¡Se fue! Fingió estar enferma y me mandó a buscar al médico para
poder huir con ese payaso de Papchinsky. ¡Dios mío!
Pesadamente, Aboguin dio un paso hacia el doctor, y agitando ante la cara de
éste sus blancos puños, continuó vociferando:
-¡Se fue! ¡Me ha engañado! ¿Por qué esta mentira? ¡Dios mío! ¿Por qué este
truco sucio, este diabólico juego de víbora? ¿Qué le he hecho yo?
Las lágrimas saltaron de sus ojos. Giró sobre un talón y se puso a caminar por
el cuarto. Con su corta levita, con sus estrechos pantalones de moda, con los
cuales sus piernas parecían desproporcionadamente delgadas; con su cabeza
grande y su melena, la semejanza que tenía con un león era ahora
extraordinaria. En el indiferente rostro del doctor encendióse una chispa de
curiosidad. Se levantó y observó a Aboguin.
Permítame, ¿dónde está la enferma? -preguntó.
¡La enferma! ¡La enferma! -gritó Aboguin, riendo y llorando al tiempo que
agitaba los puños-. ¡No es la enferma, sino la maldita! ¡Una bajeza, una
infamia que el mismo Satanás no hubiera ideado mejor! Me hizo salir de la casa
para escapar; escapar con ese payaso, ese estúpido saltimbanqui. ¡Dios mío, más
le valdría morir! ¡No podré soportarlo!
El doctor se irguió. Sus ojos parpadearon y se llenaron de lágrimas; su
estrecha barba se movió hacia la derecha y hacia la izquierda junto con la mandíbula.
-Permítame, ¿cómo es eso? -preguntó, mirando alrededor con curiosidad-. Se me
ha muerto un hijo, mi mujer está sola en la casa, con su angustia… Yo mismo
apenas me sostengo en pie, no he dormido tres noches… y ¿qué ocurre, ahora? Me
obligan a tomar parte en una vulgar comedia, hacer el papel de un objeto de
utilería. ¡No… no lo comprendo!
Aboguin abrió un puño, arrojó al suelo una arrugada esquela y la pisó como un
insecto que uno tiene ganas de aplastar.
-¡Y yo sin saber nada… sin comprender! -decía con dientes apretados, agitando
el puño cerca de su cara y con la expresión del hombre a quien pisaron un
callo-. No me daba cuenta de que venía todos los días; no reparé en que hoy
había llegado en la berlina. ¿Por qué en la berlina? Y yo sin ver nada… ¡Cabeza
de chorlito!
-No… no comprendo… -balbuceó el doctor-. ¿Cómo es eso? No es sino una burla, un
mofarse del sufrimiento humano. Es algo increíble… ¡por primera vez en mi vida
veo algo semejante!
Con la embotada sorpresa del hombre que acaba de comprender una grave ofensa
que le han causado, el doctor se encogió de hombros, separó los brazos y, sin
saber qué decir ni qué hacer, se dejó caer, exhausto, en el sillón.
-Muy bien, me ha dejado de amar, se ha enamorado de otro, que Dios sea con
ella, pero ¿para qué esta infame y traicionera maniobra? -decía Aboguin con voz
llorosa-. ¿Para qué? ¿Y por qué? ¿Qué le he hecho? Escuche, doctor -dijo con
vehemencia, acercándose a Kirilov-. Usted es involuntario testigo de mi
desgracia y no le voy a ocultar la verdad. Le juro que amaba a esta mujer, la
amaba como a una diosa, la amaba como un esclavo… Por ella lo sacrifiqué todo:
reñí con mi parentela, dejé el empleo y la música; a ella le perdoné cosas que
no hubiera perdonado a mi madre o a mi hermana… Nunca le dirigí una mirada
recelosa… nunca le di un motivo de enojo. ¿Por qué, entonces, esta mentira? No
exijo amor, pero ¿para qué este vil engaño? Si no me quiere, ¿por qué no me lo
dice directa, honestamente, tanto más que conoce mi opinión a ese respecto?
Con lágrimas en los ojos y temblando con todo el cuerpo, Aboguin sinceramente
abría su alma ante el doctor. Hablaba con calor, estrechando ambas manos contra
el corazón; sin ninguna vacilación revelaba sus secretos familiares y hasta
parecía contento de poder arrojarlos, por fin, de su pecho. De haber hablado de
esta manera una hora o dos, desnudando su alma, sin duda se hubiera sentido
aliviado. Y quien sabe, de haberlo escuchado el doctor, de haberlo aconsejado
amigablemente, quizás se hubiera reconciliado con su pena sin protestas, como
suele ocurrir, y sin hacer innecesarias tonterías… Pero sucedió en forma
distinta. Mientras Aboguin hablaba, el ofendido doctor cambiaba de aspecto. En
su rostro, la indiferencia y la sorpresa poco a poco cedían lugar a una
expresión de amargura, de indignación y de ira. Sus facciones se tornaron aun
más duras, ásperas y desagradables. Cuando Aboguin acercó a sus ojos la fotografía
de una mujer joven, con un rostro bello pero inexpresivo y seco, como el de una
monja, y le preguntó si uno podía admitir que ese rostro fuese capaz de
expresar una mentira, el doctor se levantó de un salto, y, con los ojos
brillantes, dijo, recalcando cada palabra:
-¿Para qué me dice usted todo eso? ¡No quiero escucharlo! ¡No quiero! -gritó,
dando un puñetazo sobre la mesa-. ¡No necesito sus vulgares secretos, que el
diablo los lleve! ¡No tiene usted derecho a contarme esas vulgaridades! ¿O cree
usted, por ventura, que aun no estoy suficientemente ofendido? ¿Que soy un
lacayo a quien se puede ofender hasta el final? ¿No es así?
Aboguin retrocedió unos pasos y fijó en Kirilov una mirada de asombro.
-¿Para qué me trajo usted aquí? -prosiguió el doctor, sacudiendo la barba-. Si
a usted se le ocurre casarse y luego armar escándalos y montar melodramas, ¿qué
tengo yo que ver con ello? ¿Qué tengo que ver con sus romances? ¡Déjeme en paz!
¡Ejercite su noble derecho de fuerza, dése tono con las ideas humanitarias,
toque -el doctor miró de reojo el estuche del violonchelo- el contrabajo y el
trombón, engorde cuanto le plazca, pero no se mofe del ser humano! ¡Si no sabe
respetarlo, por lo menos, libérelo de su atención!
-Pero… ¿Qué significa todo eso? -preguntó Aboguin, enrojeciendo.
-Eso significa que no se debe jugar con la gente. Es una acción indigna,
despreciable. Yo soy médico; a los médicos y, en general, a los trabajadores
que no huelen a perfumes y a prostitución, ustedes nos consideran como sus
lacayos y hombres mauvais ton… Y bien, pueden hacerlo, pero nadie les da
derecho a tratar al hombre que sufre como si fuera un objeto de utilería.
-¿Cómo se atreve usted a hablar conmigo de ese modo? -preguntó Aboguin en voz
baja y su cara volvió a estremecerse, esta vez de cólera. -¿Cómo usted,
conociendo mi desgracia, se atrevió a traerme aquí para escuchar vulgaridades?
-gritó el doctor y volvió a golpear en la mesa con el puño-. ¿Quién le dio
derecho para burlarse así del dolor ajeno?
-¡Está usted loco! -gritó Aboguin-. No es nada generoso de su parte… Yo mismo
soy profundamente desdichado y… y…
-Desdichado, desdichado dice -Sonrió despectivamente el doctor-. No toque
siquiera esa palabra, ella no tiene nada que ver con usted en absoluto. Los
haraganes que no encuentran dinero para pagar sus deudas también son
desdichados. El capón agobiado por la excesiva grasa también es desdichado.
¡Menuda futilidad!
-¡Señor mío, usted se olvida! -chilló Aboguin-. ¡Palabras como las suyas se
pagan a puñetazos! ¿Comprende? Apresuradamente Aboguin metió la mano en el
bolsillo, extrajo la billetera, sacó dos billetes y los arrojó sobre la mesa.
-¡Aquí tiene usted! -dijo, moviendo las aletas de la nariz-. ¡Su visita está
pagada! -¿Cómo se atreve a ofrecerme dinero? -gritó el doctor, barriendo con la
mano los billetes-. ¡Una ofensa no se paga con dinero!
Aboguin y el doctor estaban frente a frente y, encolerizados, proseguían
infiriéndose mutuamente inmerecidas ofensas. Parecía como si nunca en su vida,
ni siquiera delirando, hubiesen pronunciado tantas palabras injustas, crueles y
absurdas. En los dos revelóse marcadamente el egoísmo del desgraciado. Los
desgraciados son egoístas, maliciosos, injustos, crueles y menos capaces aun
que los tontos de comprenderse uno al otro. La desgracia, en lugar de unir,
separa a la gente, y hasta allí donde parecería que los hombres debieran estar
ligados por el dolor común, se cometen muchas más injusticias y crueldades que
en un medio relativamente satisfecho.
-¡Sírvase disponer mi regreso! -gritó jadeante el doctor.
Aboguin dio un brusco campanillazo. Como nadie acudiera a su llamado, hizo
sonar la campanilla otra vez y la arrojó al suelo; aquélla golpeó sordamente
contra la alfombra, emitiendo el lastimero gemido de un moribundo. No tardó en
aparecer un lacayo.
-¿Dónde, diablos, os habéis escondido todos? -se le echó encima el amo,
apretando los puños-. ¿Dónde estaba ahora? ¡Vé a decir que traigan de inmediato
el coche a este señor y que preparen la berlina para mí! ¡Espera! -gritó al
lacayo cuando éste ya se disponía a irse-. ¡No quiero que mañana quede ningún
traidor en esta casa! ¡Afuera todos! ¡Tomaré gente nueva! ¡Víboras!
Mientras esperaban a los coches, Aboguin y el doctor guardaban silencio. El
primero había recobrado ya su expresión satisfecha y sus finos modales.
Caminaba por el salón, sacudía la cabeza con elegancia y, por lo visto, tramaba
algo. Su ira no se había aplacado aún, pero trataba de aparentar indiferencia
hacia su enemigo… El doctor, en cambio, estaba de pie, apoyándose con una mano
en el borde de la mesa, y miraba a Aboguin con el profundo desprecio, algo
cínico y feo, con que sólo saben mirar el dolor y el infortunio cuando ven
frente a sí el bienestar y la elegancia.
Cuando, poco tiempo después, el doctor tomó asiento en el coche y emprendió la
marcha, sus ojos continuaban aún mirando con desprecio. La oscuridad estaba
más densa que una hora antes. La roja media luna se había ocultado detrás de la
colina y las nubes que la vigilaban yacían junto a las estrellas en forma de manchas
oscuras. Una berlina con luces rojas se adelantó al doctor con estrépito. Era
la de Aboguin, que iba a protestar y hacer tonterías…
Durante el viaje el doctor estaba pensando no en su mujer ni en su hijo, sino
en Aboguin y en la gente que vivía en la casa que él acababa de abandonar. Sus
pensamientos eran injustos y cruelmente inhumanos. Condenaba a Aboguin, a su
mujer, a Papchinsky y a cuantos vivían en la rosada penumbra y olían a perfume,
y durante todo el camino sentía en su alma odio y un doloroso desprecio hacia
ellos. Y en su mente se formó una firme convicción acerca de aquellas personas.
Pasará el tiempo; pasará también el dolor de Kirilov, pero esta convicción injusta,
indigna del corazón humano- no pasará. Quedará en la mente del doctor hasta la
misma tumba.